DIA 6 (13 de noviembre)

Los dones de prudencia, piedad, fortaleza y santo temor de Dios.

El don de consejo perfeccionó la virtud de la prudencia en la Virgen y la llevó a descubrir con prontitud la Voluntad de Dios en las situaciones ordinarias de la vida. Por influencia de este don, la Virgen actuó siempre con facilidad y como al dictado de Dios (Cfr. J. POLO, o. c., p. 39). Nuestra Señora se dejó llevar con docilidad en las grandes cosas que Dios le pidió y en los detalles menudos de cada día.

En el Evangelio vemos cómo nuestra Madre Santa María se movió continuamente por esta luz del Espíritu Santo. Aunque vivió la mayor parte de su existencia terrena en el retiro de Nazareth, cuando su presencia es necesaria junto a su prima Santa Isabel, va con prisa (Lc 1, 39) para estar a su lado. Ocupa en el Evangelio un lugar discreto, pero está con los discípulos cuando éstos la necesitan después de la Muerte de Jesús, y luego espera con ellos la venida del Espíritu Santo. María está al pie de la Cruz, pero no va al sepulcro con las otras santas mujeres: en la intimidad de su alma sabe que no encontrarán allí el Cuerpo amadísimo de su Hijo, porque ya ha resucitado. Nuestra Señora vivió entregada a los pequeños menesteres de una madre que cuida de la familia, y se da cuenta antes que nadie de la falta de vino en las bodas de Caná: su vida contemplativa le hace estar pendiente de lo pequeño que ocurre a su alrededor. Ella es la Madre del Buen Consejo -Mater boni consilii-, que nos ayudará, en las mil pequeñas incidencias del día, a descubrir y secundar el querer de Dios.

El don de piedad dio a la Virgen una especie de instinto filial que afectaba profundamente todas sus relaciones con Jesús: en la oración, a la hora de pedir, en la manera como se enfrentaba a los diversos acontecimientos, no siempre agradables...

María se sintió siempre Hija de Dios, y este sentimiento profundo fue creciendo en Ella continuamente, hasta el fin de su vida mortal. Pero, a la vez, se sentía Madre de Dios y Madre de los hombres. Filiación y Maternidad estaban hondamente empapadas por la piedad. Ella nos querrá siempre, porque somos sus hijos. Y la madre está más cerca del hijo enfermo, del que más la necesita.

La gracia divina se derramó sobre Nuestra Señora de modo abundantísimo, y encontró una cooperación y docilidad excepcional y sólo propia de Ella, viviendo con heroísmo la fidelidad a los pequeños deberes de todos los días y en las pruebas grandes. Dios dispuso para Ella una vida sencilla, como las demás mujeres de su tierra y de su época; también pasó por las mayores amarguras que haya podido sufrir una criatura, excepto su Hijo, que fue el Varón de dolores anunciado por el Profeta Isaías (Is 53, 3). Por el don de fortaleza, que recibió en grado máximo, pudo llevar con paciencia las contradicciones diarias, los cambios de planes... Hizo frente a las dificultades calladamente, pero con entereza y valentía. Por esta fortaleza estuvo de pie ante la Cruz (Cfr. Jn 19, 25). La piedad cristiana, venerando esta actitud de dolor y de fortaleza, la invoca como Reina de los mártires, Consoladora de los afligidos...

Finalmente, el Espíritu Santo la adornó con el santo temor de Dios, que en María fue sólo una reverencia filial de altísima intimidad con el Señor, que la llevó de continuo a una profunda actitud de adoración ante la infinitud de Dios, de quien lo había recibido todo. Por eso se llama a sí misma la Esclava del Señor. Y, a la vez, Ella sabía muy bien que era la Madre de Jesús, la Madre de Dios, y también nuestra Madre.
(lectura tomada de: http://www.mariologia.org/devocionesnovenasalainmaculada01.htmNovena a la Inmaculada del Padre Francisco Fernández Carvajal)

canción para hoy: En tu regazo, Madre